TRIBUNA: ISABEL ALLENDE
El terremoto que ha asolado Chile ha sacado a la luz lo mejor y lo peor de su sociedad: la solidaridad y el pillaje, el coraje y el dolor, el nuevo desarrollo y la enorme desigualdad económica entre ricos y pobres
La imagen que simboliza el terremoto en Chile es una bandera chilena destrozada que un joven extrajo de los escombros de su casa.
Vengo llegando de Chile, donde fui de carrera a participar en la Teletón Chile ayuda a Chile, una cadena nacional de 27 horas cuyo objetivo era juntar el equivalente de 30 millones de dólares. Se lograron 60 millones; hasta los damnificados que quedaron sin nada, aportaron unas monedas. Ese ejemplo de solidaridad levantó el ánimo del país.
La destrucción se nota apenas aterriza el avión en Santiago. El aeropuerto estuvo cerrado un par de días, porque se desmoronaron pedazos del techo y hay grietas estructurales serias, pero pronto levantaron carpas y se organizaron para atender con la mayor normalidad posible. Esperamos casi dos horas para hacer inmigración, pero al salir, seis días más tarde, el sistema era mucho más eficiente, aunque todavía los pasajeros hacían cola en el calor, sin aire acondicionado ni agua y debían esperar horas sentados en el suelo. Nadie se quejaba y el personal trabajaba amablemente. Siempre me maravilla la calma, el orden, la buena voluntad y ese buen humor estoico de los chilenos en tiempos de catástrofe.
Después de la mortandad de Haití, el terremoto en Chile no ha causado el impacto en el mundo que habría tenido en otras circunstancias. Es uno de los más fuertes registrados hasta ahora, duró varios minutos, ha tenido más de 200 temblores posteriores y lo que no se cayó con el remezón se lo llevó el tsunami. Hospitales, escuelas, comisarías, puentes, caminos, miles y miles de viviendas, todo en el suelo. Las imágenes de televisión no pueden dar una idea aproximada de la destrucción. Hay pocos muertos dada la tremenda destrucción, en parte porque el país tiene códigos de construcción muy severos y en parte porque tenemos experiencia en este tipo de catástrofe. Apenas empezó a temblar, la gente en la costa corrió a los cerros. No hicieron lo mismo los turistas o los afuerinos.
Todavía no hay electricidad, comunicaciones, teléfonos o agua potable en muchos lugares. A las pocas horas del terremoto dejaron de funcionar los celulares, porque se agotaron las baterías y no había electricidad para cargarlas. Incluso las comunicaciones de las Fuerzas Armadas y Carabineros fueron traicionadas por la tecnología. Mucho blackberry, pero a la hora de la verdad parece que los métodos antiguos -como radio aficionados- eran más eficientes. En la isla Juan Fernández, que sufrió el impacto mayor del tsunami, sólo murieron seis personas porque una niña de 12 años corrió a tocar la alarma cuando vio que el mar amenazaba, así despertó a la población, que alcanzó a ponerse a salvo en los cerros. El jefe de la plaza estaba esperando que la Armada confirmara el peligro.
Hay mil historias de coraje y de dolor que me hacen llorar al recordarlas, como una madre a quien el tsunami le arrancó de los brazos a dos niños pequeños y todavía anda buscando los cuerpos, o el abuelo llorando por su nieto entre las ruinas de su casa, o las miles de mascotas que deambulan hambrientas y desorientadas en lo que antes fue un pueblo. Berta, la mujer que ha trabajado en casa de mis padres por 34 años, y es más querida por ellos que cualquiera de los hijos o nietos, es de Iloca, uno de los pueblos arrasados por el mar. Su familia perdió todo y varios de sus parientes aparecieron en la televisión mostrando la devastación. Habían levantado un techo y hervían agua en una fogata para ofrecer té a vecinos, periodistas y carabineros. En eso llegó un camión con adolescentes que habían juntado manzanas, frazadas, salchichas para esa gente en piyama que no había comido desde el día anterior. Uno de esos adolescentes era mi sobrino. Esto ilustra cuán de cerca nos golpeó a todos.
En Santiago y otras ciudades la gente hacía donaciones de comida, pañales, medicinas, agua, etcétera. Se hacían colectas en las calles y ciertos bancos estuvieron abiertos noche y día para recibir depósitos. En algunas escuelas los chicos recibían las donaciones, otros empaquetaban, luego llevaban las cajas a los camiones. A cierta hora vi salir 40 camiones con banderas chilenas, tocando bocinas, rumbo al sur. Y después vi en televisión la llegada a los campamentos de emergencia, donde eran recibidos con lágrimas, abrazos... y la infaltable "tacita de té", símbolo de la hospitalidad chilena.
Hay innumerables anécdotas de valor y solidaridad, pero la prensa extranjera ha publicado más que nada sobre el pillaje. Es cierto que se cometieron desmanes en algunas ciudades antes de que la presidenta, Michelle Bachelet, sacara el Ejército a la calle e impusiera el toque de queda. Parece que la mayor parte del pillaje fue cometido por bandas organizadas, los mismos maleantes que trafican drogas y cometen otros delitos. Muchos han sido identificados, la policía allanó los sitios donde habían acumulado televisores, lavadoras, muebles, licores y otras cosas, y se recuperó una buena parte. La presidenta ha dicho que serán procesados. Otros ladrones de última hora, que no son profesionales del delito, devolvieron lo que se habían llevado, por vergüenza. No puedo menos que hacer la comparación con lo que ocurrió el 11 de septiembre de 1973, el día del golpe militar, cuando bombardearon la casa del presidente Salvador Allende en la calle Tomás Moro y luego los vecinos, gente pudiente del barrio alto, se robó lo que pudo, desde cuadros hasta fotos familiares.
Supongo que en una crisis lo mejor y lo peor de la sociedad quedan expuestos. En este caso la desigualdad ha quedado en evidencia. Chile ya no se considera un país en desarrollo, su crecimiento económico lo ha colocado entre las naciones del llamado Primer Mundo, pero la distribución del ingreso y de los recursos es una de las peores. Los 20 años de gobiernos democráticos de centro-izquierda de la Concertación han logrado reducir la pobreza dramáticamente, pero no han nivelado a la gente. En Chile los ricos son riquísimos y además ostentosos, un fenómeno que comenzó con la dictadura y se ha ido acentuando; antes los chilenos éramos sobrios, no había nada más kitsch que la ostentación. Este desequilibrio crea resentimiento social y violencia.
Michelle Bachelet terminaba su presidencia con el más alto porcentaje de aprobación de nuestra historia cuando ocurrió la catástrofe. El nuevo presidente es Sebastián Piñera, un billonario de derechas que llega al Gobierno con un equipo de empresarios jóvenes formados, en su mayoría, en universidades americanas. El discurso político y los valores cambiarán. (Éste es el chiste de actualidad; "Bienvenido a Chile, atendido por sus dueños"). El golpe brutal sufrido por el país puede ayudar a Piñera porque dará empleo en la reconstrucción, habrá ayuda y créditos internacionales, los trabajadores postergarán sus demandas y la oposición tendrá que colaborar con el Gobierno.
Dos semanas después del terremoto los chilenos están de pie, han superado la depresión y el miedo de los primeros días y se aprontan para reconstruir. Estamos acostumbrados a los coletazos de la naturaleza. Vivimos en el país más bello del mundo, pero expuestos a terremotos, tsunamis, inundaciones, sequías y de vez en cuando cataclismos políticos. Nunca somos mejores que en tiempos de crisis, cuando desaparece nuestra arrogancia y mezquindad, pero pronto se nos olvida y volvemos a nuestras malas costumbres. Sería estupendo que esta vez permaneciéramos unidos y generosos una vez que pase el estado de emergencia. Tal vez el abrazo de Michelle Bachelet con Sebastián Piñera en la Teletón sea un buen augurio. Sé que Chile se va a recuperar de las pérdidas materiales; espero que esta tragedia nos obligue a reforzar el tejido moral de la sociedad.
Al llegar a Estados Unidos un periodista me preguntó si tenía un mensaje para los americanos. ¿Qué podía responderle? Sólo que no hay seguridad para nadie en este mundo, como cualquiera que no sea un idiota privilegiado lo sabe. Se puede perder todo en un instante, pero casi siempre se puede volver a comenzar. La capacidad de sobrevivencia de los seres humanos es asombrosa. Eso aprendí esta semana en mi país, tan golpeado y tan querido.
Isabel Allende es escritora.
http://www.elpais.com/articulo/opinion/bandera/rota/embarrada/elpepuopi/20100314elpepiopi_12/Tes