La primera impresión, después de dejar atrás la conmoción de la montaña, fue arenosa, ocre y triste. A medida que el colectivo se acercaba a Santiago desaparecía el encanto de los pequeños valles y sus torrentes refrescantes y se extendía una monotonía de viñedos y acequias rodeadas por alambradas de puas. Era un día brillante de marzo, con un sol luminoso que nos había dejado ver por un rato el Aconcagua en toda su petrea imponencia, el mismo que ahora atenuaba su ardor en el algodonoso smog que cubre la capital. Yo tenía que seguir rumbo a sur, mi viaje debía terminar en Valdivia, con una escala en Concepción. Pero a los 19 años, o sea 20 años atrás, no me preocupaba el horario del colectivo o del tren y me daba exactamente lo mismo viajar ese día o una semana después. Yo estaba en Santiago y sentía que antes de seguir el viaje, debía cumplir con un rito. La vieja terminal de ómnibus de Santiago estaba sobre la Av. Libertador Bernardo O´higgins, también llamada "La Alameda". Advertido de ciertos personajes que encontraría con frecuencia en mis viajes, tuve cuidado de bajar del colectivo rápidamente, buscar mi mochila y ejerciendo la sordera del extranjero huí de los andenes, seguido de un par de insistentes vendedores de pasajes que a toda costa querían ayudarme. El edificio era bastante antiguo y fácil de interpretar. Un pasillo largo, con boleterías en el centro era el núcleo, no demoré en encontrar la puerta principal y, al salir por ella, choqué con el bufo carácterístico de una boca de subte, con un cartel que decía "Dirección La Moneda". Todo lo demás fué intuición, en el fondo del bolsillo encontré un poco de cambio en pesos chilenos y compré la primera de muchas tarjetas magnéticas que habría de usar en esas líneas meses más tarde. Me sumé a la fila que descendía por una escalera mecánica siempre con dirección a La Moneda y, antes de darme cuenta, estaba viajando en el moderno subte santiaguino, con sus ruedas de caucho. Disimulé como pude la mochila, no me interesaba mostrarme como viajero, menos aún como argentino.
No consigo recordar ahora los nombres de las estaciones, apenas veo pasar La Reja, Los Leones, alguna más.. La Moneda, aquí me bajo yo. Bajé, llevado por la omniprescente marea de ropas oscuras, grises, formales y baratas. En algún punto encontré la salida. Ya oscurecía. La Alameda era un pandemonium de autos y centenares de colectivos amarillos levantando gente en cualquier lugar, sin orden, sin filas. Justo enfrente alcancé a ver la silueta esbelta de la Torre Entel y cuando quise confirmar mi ubicación apareció la fachada limpia de La Moneda. Yo sabía que tenía - al menos - que ir hasta ahí, sabía que buscaba una puerta que ya no existía y también sabía que iba en busca de una voz que muchos de los que me rodeaban se negaban a escuchar. Crucé un par de calles y sin detenerme hice el vía crucis alrededor del palacio, casi con unción, desde una esquina hasta la otra, hasta la otra, hasta la otra, mientras pasaban por mi memoria las estaciones dolorosas: por aquí entraron los Gloster Meteor, allá está la Embajada, allá Radio Cooperativa, esta fachada es nueva, aquí me parece ver las marcas del humo. Una tras otras las estaciones, y sobre Morandé las más importantes: aquí había una puerta, aquí fué el último mensaje, por aquí lo sacaron. Nadie prestó atención a mi vuelta, ni siquiera los aburridos carabineros de la guardia.
Era, como dije el año 89. Chile ocultaba sus penas, tapaba la sangre con la mediocridad del festival de viña del mar y se aprestaba a dar los primeros pasos de una transición que aún no puede terminar. Se empezaba a construir en esos años el mito del "país serio". Yo era apenas un pibe de 19 años que se preparaba a pasar su primera noche fuera de su país y que, al terminar de dar esa vuelta a la manzana de La Moneda, ímaginaba como sería el día en que esas alamedas se vuelvan a abrir para dejar pasar al hombre nuevo.
Fuente: http://alergicoalasoja.blogspot.com/2009/09/el-dia-que-fui-la-moneda.html
No consigo recordar ahora los nombres de las estaciones, apenas veo pasar La Reja, Los Leones, alguna más.. La Moneda, aquí me bajo yo. Bajé, llevado por la omniprescente marea de ropas oscuras, grises, formales y baratas. En algún punto encontré la salida. Ya oscurecía. La Alameda era un pandemonium de autos y centenares de colectivos amarillos levantando gente en cualquier lugar, sin orden, sin filas. Justo enfrente alcancé a ver la silueta esbelta de la Torre Entel y cuando quise confirmar mi ubicación apareció la fachada limpia de La Moneda. Yo sabía que tenía - al menos - que ir hasta ahí, sabía que buscaba una puerta que ya no existía y también sabía que iba en busca de una voz que muchos de los que me rodeaban se negaban a escuchar. Crucé un par de calles y sin detenerme hice el vía crucis alrededor del palacio, casi con unción, desde una esquina hasta la otra, hasta la otra, hasta la otra, mientras pasaban por mi memoria las estaciones dolorosas: por aquí entraron los Gloster Meteor, allá está la Embajada, allá Radio Cooperativa, esta fachada es nueva, aquí me parece ver las marcas del humo. Una tras otras las estaciones, y sobre Morandé las más importantes: aquí había una puerta, aquí fué el último mensaje, por aquí lo sacaron. Nadie prestó atención a mi vuelta, ni siquiera los aburridos carabineros de la guardia.
Era, como dije el año 89. Chile ocultaba sus penas, tapaba la sangre con la mediocridad del festival de viña del mar y se aprestaba a dar los primeros pasos de una transición que aún no puede terminar. Se empezaba a construir en esos años el mito del "país serio". Yo era apenas un pibe de 19 años que se preparaba a pasar su primera noche fuera de su país y que, al terminar de dar esa vuelta a la manzana de La Moneda, ímaginaba como sería el día en que esas alamedas se vuelvan a abrir para dejar pasar al hombre nuevo.
Fuente: http://alergicoalasoja.blogspot.com/2009/09/el-dia-que-fui-la-moneda.html
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